Camino a la gloria

Ya sólo me faltan unos 600 metros. Después de lo que llevo me parece una tontería, calculo que en una hora habré llegado, y comparándolo con las dos semanas que llevo de viaje por fin tengo la sensación de estar llegando. Es atravesar la plaza, subir las escalinatas, pagar la entrada y estaré frente a ella. Mi salvadora. Gracias a ella sigo vivo, sigo respirando. Pero antes de seguir tengo que cambiarme las vendas, así que apoyado sobre mis manos le doy media vuelta a mi cuerpo y me siento en el bordillo que acabo de superar. La verdad es que ni con toda la fe del mundo consigo que no se me estremezca hasta el último pelo cada vez que me toca hacer esta operación. La visión de las vendas, ensangrentadas con pequeñas motas amarillentas (algo normal según los doctores), todo recubierto con la capa de mugre que voy recogiendo a medida que avanzo, hace que se me remueva el interior, incluso que dude. Así que trato de hacerlo todo lo más aprisa posible, retiro las vendas viejas con las limpias ya preparadas cerca. Las hago una pelota, las guardo en una bolsa para poder lavarlas luego, desinfecto la zona con alcohol, y cuando el escozor remite y consigo volver a pensar rápidamente vuelvo a vendarme los muñones. Fijo bien las vendas mediante dos saquitos ya en las últimas de los que salen unos tirantes enganchados al cinturón que me hizo mi mamá (no sé como hubiera hecho mi camino sin este invento… ¡mamá y sus inventos, gracias a Dios!) y que sujetan las vendas más mal que bien, pero que las sujetan, así que vuelvo a colocarme en posición de avance y adelante. Paso a paso, apoyando las manos y arrastrándome. Nada más cambiarme las vendas siempre me duele, pero a medida que sigo en mi empeño el dolor remite, acostumbrándome lentamente.

A cada rato me paro para levantar la mirada, queriendo comprobar que ella sigue allí, observando mi camino, iluminándolo todo con su benevolente sonrisa, consciente de lo que soy capaz de hacer por el amor que le profeso. Cierto es que aun no puedo verla, que ante mi solo hay una fachada, pero yo sé que ella sí me ve, porque sus ojos no están en su figura, están en el cielo, vigilando y cuidando de mi, exactamente como el día que perdí mis piernas en la mina, exactamente como en el momento en que me encomendé a ella y le prometí esta peregrinación si me salvaba. Ella me salvó la vida, por mucha broma que hicieran los médicos cuando les pregunté si les había ayudado, por mucho que fueran mis compañeros quienes me sacaran de aquel agujero, por mucho que mi mamá me cuidara tras la operación. En todos y cada uno de ellos estaba ella, iluminándolos, guiándolos, dándoles fuerzas para salvarme. Ella no quería que yo muriese aquel día, ella quería que viniera a verla a pesar de mi desgracia, y aquí estoy. Yo no soy de los que dejan sus promesas incompletas. Vuelvo a mirar al frente, ya estoy muy cerca, la fachada se alza ante mí, imponente. Grupos de religiosos entran al edificio en fila, entonando bellos canticos de alabanza, inspirándome para subir las escalinatas. Parecen un coro de ángeles negros que anuncian el final de mi camino, un camino que he recorrido con muchos sufrimientos, pero que por fin parece terminar.

Cada escalón es más tortuoso que el anterior. Cuando consigo subirlo los muñones que tengo donde un día estaban mis piernas golpean el suelo, y estoy descubriendo que es bastante peor que el hecho de arrastrarlos, como si eso ya no fuera suficientemente penoso. Pero ya estoy aquí, ya no hay vuelta atrás, así que sigo, lastimosamente, mi ascensión, mientras los ángeles negros observan como me acerco, entonando la canción de Santa María del Camino:

“Mientras recorres la vida
tú nunca solo estás,
contigo por el camino
Santa María va.

Ven con nosotros a caminar
Santa María, ven.

Aunque te digan algunos
que nada puede cambiar,
lucha por un mundo nuevo,
lucha por la verdad.

Aunque parezcan tus pasos
inútil caminar,
tú vas haciendo caminos
otros los seguirán.”

Ya estoy arriba, me apoyo en la fachada para retomar el aliento y revisarme las vendas. Están bastante mal y por su humedad sospecho que algún tipo de líquido está supurando debajo de ellas, pero estando ya aquí y sin más vendas limpias prefiero dejarlo para luego. Tampoco me preocupa, ella cuida de mí, y más después de lo que estoy haciendo. Saco la botella de agua de mi mochila y bebo un poco mientras intento concentrarme para calmar el dolor. Cierro los ojos y la visualizo, acompaso la respiración mientras me imagino en su regazo, protegido de todo el Mal que en este y en el otro mundo existen.

Despierto con un golpe en las costillas y abro los ojos sobresaltado, mirando a todas partes, intentando explicarme que ocurre. Está oscuro, tengo algo de frío y una voz quejumbrosa está diciendo algo sobre vagabundos y mendigos y turistas y que es intolerable, y que si el fuese joven y así una larga retahíla de llantos varios, pero el dolor hormigueante que siento debajo de la cadera no me deja escucharle con atención. Cuando consigo enfocar veo que frente a mí está un cura anciano apoyado sobre un bastón y agitando la mano libre dando órdenes a dos tipos uniformados de policía. Voy a preguntar que ocurre, pero antes el cura castiga de nuevo mis costillas mientras me llama pordiosero. El dolor hormigueante se junta al agudo de mi costillar y me tiro a por él, porque estaré tullido, pero sigo siendo un hombre. Solo llego a sus rodillas, aunque es suficiente para derribarle. Sigue gritando aunque ahora grita como una mujer asustada, pero antes de que llegue a su cuello los dos tipos vestidos de policía me inmovilizan y me esposan. Les grito que me suelten, que estoy aquí para ver a la virgen, que ella me salvó y que se lo debo, obviamente ellos no me hacen ningún caso. Grito y grito, contándoles mi historia entre lágrimas y la única respuesta que recibo son más golpes. Que me calle, me dicen. ¿Cómo me voy a callar? Pues lo consiguen, gracias al dolor lo consiguen. Me bajan en volandas las escalinatas que tanto me habían torturado mientras se oye al cura vociferando que deberían ahorcarme por hacer lo que he hecho y que la policía era un atajo de inútiles si seguía permitiendo que muertos de hambre lleguen hasta la basílica.

Me meten en el asiento de atrás del coche, no sin antes darme otro par de golpes y recordarme que recibiría más si no estaba calladito. Yo tampoco tenía más que decirles, solo podía llorar. Ella me había abandonado, me estaba castigando por haberme dormido a sus puertas, pero eso tampoco podía ser. Ella debería comprender mi esfuerzo, mi dolor y mi cansancio; y en vez de eso me mandó un viejo cura armado con un bastón y dos policías. Nadie dijo nada en todo el trayecto. Al llegar a comisaría me llevaron directo a una celda, donde pasé la noche, intentando comprender algo, a pesar de que ya no había nada que comprender. Además, el dolor hormigueante había llegado a la cadera y empezaba a tener mucho calor, eso es lo último que recuerdo antes de la espiral que empezó a dibujar la bombilla del techo.

A la mañana siguiente solo encontraron medio cuerpo que no se despertaba y unas letras en la pared escritas con algo que parecía sangre diluida con un extraño color naranja:

PUTA LA MINA QUE ME DEJÓ SIN PIERNAS, PUTA LA VIRGEN QUE ME LLAMÓ A SU LADO, PUTO EL CURA QUE ME ECHÓ, PUTOS LOS POLICÍAS QUE ME LLEVARON Y PUTO EL PRINGADO QUE SE CREYÓ EL ENGAÑO.

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