Tres tirones de oreja.

Me he despertado cinco minutos antes de que sonara el despertador. Es el día de mi cumpleaños y estoy nervioso. Hoy cumplo veinte años, entro en la segunda decena, abandono la adolescencia y ya no tendrá por qué darme vergüenza decir mi edad cuando participe en seminarios y coloquios. Siempre he sabido que la edad biológica y la mental pueden ser bien distintas, al fin y al cabo hay niños de doce años más sensatos que hombres de cincuenta, pero esto de la veintena es un detalle formal que iba necesitando. Quizá ahora me tengan más en cuenta y pueda dejar de ser la mascota. Que esto suceda o sea mi ilusión, sólo el tiempo lo dirá. El caso es que es mi cumpleaños y me hace más ilusión que ninguno de los anteriores.

¡Piripí-piripí-piripí-piripí! ¡Piripí-piripí-piripí-piripí! Lanzo la mano contra ese invento del demonio. La luz entra tímida por la ventana mientras yo me estiro, desperezándome bajo las sábanas. Es el día de mi trigésimo cumpleaños. Treinta palos. Me hago mayor. Hace bastante tiempo que vivo de mi trabajo, que llevo yo las riendas de mi vida, pero, aunque pueda parecer una tontería esto de cambiar de decena, es un tema que me lleva varios días dando vueltas en la cabeza. A mi edad mis padres tenían casa propia e hijo y yo comparto piso con dos amigotes y ni siquiera tengo novia. Me incorporo todavía tumbado en la cama, veo el Aspirator 5000, exhalo un suspiro resignado, salgo de la cama al frío de mi habitación y me dirijo directo a la ducha.

Los rayos del sol me abrazan para despertarme. Me quedo un rato despierto con los ojos cerrados, notando como la mañana va cogiendo fuerza a mí alrededor, caldeando todo a sorbitos. Estas mañanas son las mejores. Mi cumpleaños cae por esta época del año, así que lo mismo fue ayer o es hoy o puede que mañana... No sé, tampoco me importa demasiado. Rondo el medio siglo, aunque en mi rostro se vean más años. Como nadie lo sabe y a nadie le preocupa, nadie va a felicitarme, por lo que es lo mismo ayer que hoy. Lo que nadie conoce no existe, así que mi cumpleaños voló hace tiempo. Yo ahora cumplo los días, semanas como mucho. En mi juventud mis cumpleaños eran ocasiones especiales, invitaba a mis amigos, me hacían regalos, era un día en el que la gente me prestaba atención. Eso ya no va a suceder, así que ni tengo ni quiero cumpleaños. Hace mucho que renuncié a la nostalgia, aunque los recuerdos vayan y vengan como quieren, y vengan en momentos como éste, a joder una mañana calentita.

Suena el teléfono a la vez que el despertador. Son mis padres felicitándome. Soy hijo único y vivo fuera de casa, así que me llaman a primera hora para que nadie se les adelante. Disimulo para que crean que me han despertado, ¡mi madre suena tan contenta! Me hace millones de preguntas sin dejarme tiempo a contestar ninguna, me manda infinitos besos y le pasa el teléfono a mi padre. Con mi padre tengo buena relación, nos queremos muchísimo, pero soy su único hijo y muchas veces es un poco estricto conmigo. Aún así todo son felicitaciones, hasta que me dedicó dos frases que retumbarían en mi cabeza durante mucho tiempo:
- Hijo, lo que un hombre no hace entre los veinte y los treinta, ya no lo hace nunca. No te despistes.
Sin saber que contestar le agradezco el consejo y nos dedicamos unas cuantas palabras de cortesía para acabar con la llamada. Sus palabras me acompañan en el desayuno, pero aparecen en la cocina mis compañeros de piso cargados de cervezas y berreando el cumpleaños feliz. Tiran al fregadero mi taza de cacao y sirven tres rubias espumosas. La cocina parece un gallinero, todo son risas, gritos y brindis. Hoy va a ser mi mejor cumpleaños.

Pues si esto ha sido lo que voy a hacer con mi vida, menuda chapuza. El agua me despierta del todo, arrastrando el recuerdo de algo que me dijo mi padre hace diez años. Ya he cerrado la etapa, y lo que he hecho ha sido terminar unos estudios que nunca me dieron de comer y tener un trabajo en el que poca gente dura más de dos días. Empecé en él por vergüenza de seguir viviendo de mis padres, y como los primeros meses fueron extraordinariamente buenos, me creí el rey del mambo, tanto que aquí sigo, a pesar de que, lo que gano de verdad, apenas me llega para vivir. Vendo productos de puerta en puerta. Molesto a la gente para intentar que compren algo por un precio superior al real. Soy comercial, vendo algo y la gente lo compra. Salgo de la ducha y me pongo el traje. Desayuno sólo en la cocina, como todos los días; soy el primero en levantarse en esta casa de lunes a viernes. Termino mi café y tostadas, cojo mis cosas y bajo a la calle. Es hora de ir a currar.

Parece que el aire ya se ha entibiado suficiente para que pueda abandonar mi cama. La recojo y guardo en su rincón. Me siento de cara al sol, hace tiempo que este es mi desayuno, el mismo que el de los lagartos. Busco en mis bolsillos para comprobar que lo que tenía ayer antes de dormir sigue conmigo. Como todas las mañanas encuentro el taco de papelitos en el último de los bolsillos en los que busco. Todo está en orden, el rocío empieza a evaporarse y las bocas de Metro escupen gente sin parar. El día ha comenzado, otra vez más.

Llegamos a la facultad los tres y vamos directamente a la cafetería. Las cervezas y la gente van pasando sin control alguno. Al cabo de un rato ya estamos todos medio borrachos, la compañía ha crecido bastante, gente que conozco y gente que no, todos alegres. Como buen hijo único me encuentro a gusto siendo el protagonista de la celebración. Hay miles de planes para hoy, pero yo ya sé que termina remos yendo de concierto. Alguien comenta que hace una mañana buenísima, así que movemos la fiesta al césped del campus, bebemos cerveza al sol, nos quitamos ropa para disfrutar del calorcito, jugamos con una pelota… Es un día perfecto, todo fluyendo como a mi gusta.

Me bajo del Metro y echo un primer vistazo a la zona que hoy me toca cubrir. La aspiradora esta pesa muchísimo y este barrio no tiene pinta de ser muy abundante en ascensores. Eso, y el precio del aspirador que pretendo vender, hacen que la combinación de hoy no resulte muy prometedora. Me huelo otro día en blanco. Mi paciencia empieza a agotarse. Tengo treinta años, necesito otro trabajo. Al menos parece que la mañana va a ser soleada. En mi cumpleaños siempre hace buen tiempo. Tomo una bocanada de aire que llena mis pulmones y empiezo a trabajar. En toda la mañana solo me han abierto en cuatro casas, en dos me han echado según he pronunciado el precio del aparato y en las otras dos lo tenía casi vendido cuando se han echado atrás los clientes. Esta zona debe de estar muy explotada, porque todos se han mostrado más reticentes de lo ya habitual. Pero no puedo saber si esto es así o es sólo mi mala suerte. Lo único que saco en claro es que mi primera predicción se cumple. Tiene pinta de que me vuelvo a casa tal cual salí de ella, con la aspiradora bajo el brazo. Al menos he quedado con unos amigos para invitarles a comer por mi cumpleaños, y eso le da algún incentivo a la descorazonadora jornada que me queda por delante.

Suelo echar la mañana paseando, observando el ir y venir de la colmena. Andar toda la mañana es lo más parecido a viajar que puedo permitirme. Visito obras, parques, monumentos, zonas comerciales o de oficinas. Conozco esta ciudad y a sus gentes mejor que nadie. Llevo años viéndoles y escuchándoles. Casi todos son iguales, van a los mismos sitios y compran las mismas cosas. Todos desean lo mismo. Yo era uno de ellos, hasta que la cagué y terminé en la calle. Algunos intentaron ayudarme, pero mi orgullo no les dejó. Quise tener demasiado y quería que todo fuera mío. Tuve mi empresa y ganaba mucho dinero, pero no supe ser feliz. Corrí demasiado, sin mirar sobre lo que pasaba, hasta que tropecé y me partí las piernas. Y no le guardo rencor a nadie, ni a los bancos que me perseguían, ni a Hacienda por quitármelo todo, ni siquiera al juez que me condenó. Solo podría tenerme rencor a mí mismo, pero ni siquiera. He aprendido a soportarme espiando a mis antiguos semejantes, por eso lo hago a diario. Además, parecerá una tontería, pero un vagabundo andante atrae menos miradas que tirado en una esquina, y la miseria me ha hecho vergonzoso. Sé humillarme, pero trato de evitarlo en mi tiempo libe.

Entre el solecito, las cervezas y las camisetas de tirantes el tiempo se ha pasado volando. Nos tenemos que ir a casa a comer. Con la borrachera colectiva terminamos yendo diez, y para mi sorpresa viene Irene entre estos diez, que siempre es un buen detalle… ¡bueno digo!, es el detalle que le faltaba al día. Emprendemos la marcha y vamos armándola a nuestro paso. Las señoras nos miran mal en el autobús, pero no podemos dejar de reírnos. Llegamos a casa después de comprar más cervezas en el ultramarino de abajo. El salón parece que va a estallar con tanta gente. Yo me encargo de hacer la comida, sin dejar de beber cerveza y, para qué engañarme, ha salido una comida horrible. Nos lo comemos bromeando, hasta que todos apartamos nuestro plato y rompemos a reír. Cuando el ataque se calma mi cabeza me pesa el doble y mirando el resto de caras parece obvio que necesitamos descansar para la noche. Algunos se marchan y el resto nos distribuimos por la casa. Claro que como es mi casa yo me voy a mi cama. Apenas me había metido entre las sábanas cuando la puerta se abrió. Irene entró en mi cuarto, cerrando la puerta tras de sí. Me pregunta que si puede dormir la siesta conmigo. Lo tengo claro, pero no estoy seguro de nada, todo esto me parece mentira. Alcanzo a emitir un leve “claro”, al que ella responde con una sonrisa mientras se mete entre las sábanas.

Llego tarde al restaurante de menú donde he quedado con mis amigos. Ya me estaban esperando los tres, charlando con el codo en la barra, seguramente sobre cómo enderezar mi vida, siempre andan con lo mismo. Les saludo y se quedan en silencio un segundo tras el cual me llueven los abrazos, las felicitaciones y los tirones de orejas. “Treinta ya” o “nos hacemos mayores, ¿eh?”, parece que son las frases comodín del momento. Nos llevamos los vinos a la mesa y los dos primeros platos se suceden tranquilos, recordando tiempos más irresponsables. Parece que cualquier tontería de la juventud fuera una hazaña, supongo que la memoria embellece los recuerdos añejos. Al llegar el café es cuando la temática cambia. Ahora toca quejarse de la actualidad y de lo mal que va todo en todas partes. Mientras solucionamos el mundo vienen los chupitos y terminamos la reunión. Mis antiguos compañeros de piso tienen que irse, así que me quedo con Jesús a tomarnos la última. Nos volvemos a la barra para poder hincar el codo y hablar con propiedad. Con las mejillas sonrosadas y totalmente entusiasmado Jesús me cuenta que está montando una empresa de importación de productos asiáticos, que salen baratísimos y que se va a forrar, y que necesita a alguien para comercializarlos, alguien como yo. Yo no sé si lo dice en serio o es sólo porque está borracho, así que le pido papel y bolígrafo al camarero y se los doy a Jesús.
- Ponme eso por escrito y lo firmamos.- le dije
Me voy del bar con un contrato firmado. Mi futura empresa comercializará todo lo que la de Jesús traiga. Quizá no fuera el mejor momento para cerrar un trato así entre amigos, pero yo ya he cambiado de trabajo. Tiro el Aspirator 5000 en un contenedor de obra y me vuelvo a casa, tengo muchas llamadas que hacer.

Por la cantidad de gente que entra en bares y restaurantes debe de ser la hora de comer. El sol está alto y calienta con fuerza, pero el hambre es fuerte, sigo mi camino hacia un comedor social cercano que conozco. Voy a ver si hoy tengo suerte y como caliente. Al ir llegando al comedor me sorprende la cantidad de gente que hay en la puerta. Llego al tumulto y veo que son periodistas cargados de micrófonos, luces y cámaras. ¿Qué estará pasando? Me mantengo a poca distancia, observando la agitación formada en torno a un tipo trajeado, bien peinado y con sonrisa forzada. No necesito ver más, es un político que ha venido a hacerse fotos con los desgraciados. Pues hoy tengo hambre y con el revuelo que hay aquí montado es seguro que hoy es día escaso. Todos querrán agradar al encantador, hacerse fotos con él y enseñarle su cometido. Nadie andará atento a su labor, esperando encantar al mentiroso, que según se vaya de aquí se olvidará del aumento en la subvención que habrá venido a prometer. Pocas cosas me enfadan ya, pero el hambre me está dando acidez de estómago. No existirá el día que los políticos se dediquen a trabajar en vez de molestar a los que sí lo hacen. Mientras murmuro maldiciones veo como una periodista se acerca a mí. Parecen empeñados en que hoy no coma porque, obviamente, según le veo acercarse, a recoger la píldora de drama social que le exige su jefe, salgo huyendo. Hoy voy a tener que trabajar si quiero comer.

Irene está en mi cama. Y aquí estoy yo, tieso como una vela mientras sucede algo con lo que llevo mucho tiempo fantaseando. Para que las cosas ocurran no basta con imaginarlas o perseguirlas, también hay que atraparlas, en pleno vuelo, según te pasan por delante. Todo el mundo recuerda alguna ocasión en la que dejó marchar una oportunidad que nunca volverá. Los hay que se arrepienten y los que no, pero todos tienen en común que ninguno sabrá jamás que hubiera sucedido de haber actuado de forma diferente. Yo ya soy de este grupo, pero ahora mismo me estoy ganando un billete de primera. Tengo en mi cama a la chica que llevo dos años admirando, estudiando cada uno de sus gestos. Sé que hoy se ha arreglado con esmero, que ha usado el perfume de las ocasiones especiales, que ha venido a comer a mi casa por mi cumpleaños y que ha entrado en mi cama por iniciativa propia, o por falta de iniciativa mía, pero el caso es que ha entrado en mi cama. Nunca me había visto en una situación parecida y me encuentro nerviosísimo, no tengo ni idea de qué hacer, de qué decir, de cómo mirarla. Miles de ideas bullen en mi cabeza, mientras unas vienen desecho las otras al ritmo que la cerveza me permite. No sé cuanto he pasado divagando sobre cómo actuar, pero Irene se ha dormido. Los cabellos dispersos por la almohada y su brazo sobre mi pecho. Inspiro fuerte, absorbiendo su olor y expiro algo parecido a un suspiro. Farfullo un leve comentario sobre mi estupidez, beso su pelo y cierro los ojos. La cerveza que no me dejaba pensar me ayuda a dormir. Nos despierta el ajetreo del salón. Supongo que ahí fuera la fiesta ya ha empezado. Hoy toca emborracharse todos juntos en casa para ir luego a un concierto de los Sátira Sativa, porque es lo que está sonando a todo volumen, cumpliendo el ritual pre-concierto. Un día grande, completo. Me sonrío, contento de que en mi vida haya tan buenos amigos con tan buenos planes. Algo se mueve a mi lado. Es Irene desperezándose, incluso esto lo hace con gracia, aunque darme cuenta de que sigue ahí me inquieta, no porque ella haya hecho algo, si no por lo que no he hecho yo. Termina de estirarse y me da un beso en la mejilla. Las palabras se amontonan en mi mente, pero de mi boca solo salen estas:
- Irene, yo, esto, antes… Estaba medio pedo, eh, no sé… - ella me sella los labios con su dedo índice y acto seguido me da un beso.
- No te preocupes, ya sé qué me quieres decir. Lo sé desde hace mucho tiempo. Pero ahora vamos a salir, que es tu fiesta de cumpleaños. Lo que tengamos que hablar o hacer lo hablaremos y haremos, tú no te preocupes.
Mi inseguridad se esfumó con sus palabras. Este sí que es un buen regalo.

Fue tirar el Aspirator 5000 y volver a caminar erguido. Físicamente el aparato pesa bastante, pero mucho mayor es la carga que suponía en mi moral. Justo esta mañana pensaba en abandonar toda esta mierda de comercial a puerta fría y lo he logrado. He tenido una oportunidad y la he aprovechado. El pájaro se elevó, apunté, disparé y cayó. Ahora toca cobrar la pieza. Me parece que mis pasos tienen una fuerza excepcional, que resuenan por toda la avenida que recorro camino del Metro. Dejo de ser un carroñero para convertirme en un depredador, y me nace un fuerte orgullo dentro del pecho. Nunca tendré que volver a pedir dinero el día veinte para poder terminar el mes comiendo a diario ni tendré que ir a todas partes en transporte público. Ganaré mucha pasta, tendré una casa grande, una mujer joven y hermosa, a poder ser no muy lista, dos coches para mí y otro todoterreno para ella. Dos perros enormes custodiarán mi casa, que dará miedo a los niños del barrio donde decida irme a vivir. Contemplo la posibilidad de hacerme patrón de barco y comprarme un yate, nada de apartamento en la playa, como si fuera uno más. Ahora soy un cazador y sólo pienso en mis futuras presas. Siempre me había costado lanzarme, pasar a la acción, pero algo acababa de cambiar en mi aptitud. No siento mi habitual incertidumbre. Mi vida siempre fue un mar de dudas, sin estar nunca seguro de tomar el camino correcto y ahora, de repente, estoy totalmente convencido de cuales van a ser mis pasos. Ahora sé que voy a ganar, que camino con la mirada al frente, sin preocuparme por lo que queda a mis pies. Estoy decidido a hacerme rico, a cosechar envidias. Tendré de todo y eso me hará feliz. Me gusta que mi vida cambie así el día de mi cumpleaños, resulta significativo, parece una señal del destino.

Nunca me han gustado los políticos ni los periodistas. Solo les interesan las fotos y los titulares. Algo ocurre, es noticia, y acuden todos como una manada en estampida, se fotografían y hablan del problema y de sus posibles soluciones. Unos siempre saben qué es lo correcto para todo el mundo, para cualquier situación, pero nunca ponen esas soluciones en marcha, desapareciendo tan rápidamente como llegaron, dejando sus palabras en el aire, esperando que alguna racha de viento se las lleve. Los otros les siguen, registran sus mentiras, las critican o las elogian en función de quien les pague y desaparecen tan rápido como lo hagan los primeros. Es cómo funcionan. Políticos y periodistas forman una simbiosis perfecta que solo les alimenta a ellos, y por culpa de su efectividad hoy yo no como caliente. Hambriento y enfadado palpo en mi bolsillo el taco de papeles con el que pretendo conseguir algo de dinero para poder comer. Pero antes de ponerme a trabajar siempre necesito un pequeño paseo para recordarme por qué estoy como estoy. No es que me entregue a la nostalgia, es, simplemente, un ejercicio de auto-consciencia en el que repaso mi camino. No tengo novelas, así que me conformo con mi propia historia, aunque seguro que después de tantas vueltas y versiones mis recuerdos son distintos a lo que ocurrió. Mi infancia es algo leve en mi memoria, brilla al fondo como algo maravilloso, sin preocupaciones, con pan y chocolate de merienda, paseos en bicicleta y partidos de futbol que no terminaban hasta que la noche nos escondía el balón. Luego vino la adolescencia, llena de alegrías y desgracias, cuando detalles sin importancia podían cambiar mi percepción de la vida de la luz a la oscuridad. Por aquel entonces todo formaba parte de un carrusel en el que a duras penas lograba mantenerme a bordo. Mis primeros suspensos, hacer novillos, algún beso escondido, enamoramientos absurdos, broncas familiares aun más absurdas, amigos que te marcan, música que descubres, libros que lees... Millones de estímulos acudían en mi busca. Fue una etapa confusa y heterogénea que nunca repetiría, pero de la que tampoco prescindiría. Luego vinieron mis años de universidad, en los que aprendí a pensar y a ser yo mismo. Me mudé a la ciudad, conocí nuevos amigos, disfrute de libertades y responsabilidades que lograron estabilizarme un poco. Descubrí que las mujeres no son tan difíciles si les pierdes el miedo, que hay que escucharlas y sentirlas, y que les pasa lo mismo que a nosotros los hombres, que venimos de planetas diferentes para convivir en este, que nos cuesta entendernos, pero que cuando aprendemos a hacerlo damos lugar a nuevos mundos. Cuando terminé de estudiar conseguí un trabajo para poder establecerme por mi cuenta y quedarme en la que sentía como mi ciudad. Odiaba aquello, pero por algún motivo que nunca descubriré estuve años en él. Con la perspectiva de los años he llegado a la conclusión de que el inicio de mi declive estuvo ahí, llamando de puerta en puerta, engañando a gente honrada, colocándoles productos de baja calidad a precios de lujo. Asqueado por como me ganaba la vida busqué otra salida. Lo que entonces no sabía era que la salida que encontraba estaba abierta por la avaricia. Monté un negocio que comercializaba productos importados. Todo me fue bien, todo excepto un absurdo orgullo que se apoderó de mí y que me arrastró adonde quiso. No podía tener queja, pero siempre quería más. Estafe a amigos y familiares, conseguí créditos que nunca podría pagar, dejé a mis empleados sin cobrar. Estuve viviendo de ese modo ruin hasta que todo reventó, hasta que nadie podía ya ayudarme. Era un león herido que atacaba a todo en su derredor, incluso a las manos que se tendían en su ayuda. Los juicios y los embargos se confunden en mi memoria, formando una maraña que no logro desenredar. El siguiente estadio de mi vida es en el que me encuentro. Al principio fue un infierno, no tenía nada y nunca me había visto así de desamparado. Me dio por beber y pasé varios años perdido en el vino. Cuando estabilicé mi vida ya no tenía nada, ni familia, ni amigos, ni pertenencias, nada. He aprendido a vivir de esta manera y estoy convencido de que no es tan mala. Nada tengo, nada deseo, nada soy. Me limito a ser uno más, pero yo lo hago conscientemente. Nadie es más ni menos que yo, sólo disponen de lo mismo de lo que yo dispongo, su tiempo y su vida, el resto es todo adorno, son árboles que pretenden tapar el bosque. Con mi trayectoria ya repasada he vuelto a convencerme de que soy igual al resto. Si no hiciera estos repasos no tendría fuerzas para mi trabajo. Entro al Metro, me monto en el primer tren que pasa, saco el taco de papelitos y comienzo mi habitual discurso.
- Muy triste es pedir, pero peor es robar. Como yo no quiero causar mal alguno a nadie me dedico a compartir con ustedes mis palabras, y así, si les parece bien, no sentirme mal al pedirles que compartan ustedes algo de su dinero conmigo que me permita comer hoy.
Recorro el vagón repitiéndolo de carrerilla, recogiendo las estampitas que acababa de repartir. Unos me dan algo, otros no, pero todos me observan con lástima. Lo que no saben es que son iguales a mí, solo que ellos lucen sus cosas por fuera, y que yo me las guardo muy dentro.

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