Una mañana en la Plaza Mayor.

La plaza mayor de Madrid, antigua sede de grandes eventos que se ve hoy destinada a la soledad. Es una soledad acompañada de turistas que acuden a observarla porque la guía se lo dice, a variados artistas que buscan la calderilla visitante y de algún que otro madrileño que debe atravesarla como otra parte del camino.

Un saxofonista emite las notas de "Let it be" al lado de un Micky Mouse que vende globos mientras las cafeterías ya han extendido sus terrazas bajo el tibio Sol de Enero con uniformados camareros de brazos cruzados sin clientela que atender. Aquí, en el centro del Madrid antiguo apenas se escucha castellano. Podría escucharse mezclado con otras lenguas, enriqueciendo y compartiendo, pero no es el caso.

A la plaza, igual que a la Historia, las hemos dado la espalda, reservándolas como atractivo turístico. En nuestra carrera hacia delante, que muchas veces parece absurda, nos estamos olvidando de nuestro equipaje, y cuando queramos darnos cuenta estaremos desnudos y sin abrigos con los que resguardarnos.

No olvidemos quienes fuimos, para saber quienes somos e intentar imaginar quienes seremos.

El presente eterno.

Hoy ha sido un día de mierda. La gente tiene días malos, pero lo mío de hoy ha sido lamentable. No sé en que momento dejé de darme cuenta de cómo me había ido atando, crédito a crédito, a tener que aguantar al deficiente mental (con todos mis respetos al resto de deficientes) que abona mis nóminas mes a mes, recordándome que mi trabajo produce el doble de lo que percibo y que es él quien se queda la diferencia. Treinta y cinco años tengo pendientes, así sin darme cuenta y encima pagando al tipo que vigiló como firmaba mis variadas condenas.

Bueno, lo que iba diciendo, que he tenido un día horrible. Ahora estoy en mi coche (5 años de letras pendientes), parado en medio de una autopista de cuatro carriles, rodeado de cientos de condenados dentro de sus compromisos con motor. La radio torpedea con música insulsa que me ayuda a no pensar demasiado. Las primeras gotas de lluvia convierten la luna del coche en un barrizal y mientras se limpia recibo truenos en forma de bocinazos porque el tráfico parece que avanza. Lo que no se dan cuenta todos los escandalosos que me pitan es que sólo lo parece; avanzo quince metros y me vuelvo a detener.
Que ganas de llegar a casa (35 años pendiente del euribor) y que estés allí, y que hoy convivamos en paz, que hoy sea uno de esos días en los que nos queremos, en los que al irnos a la cama hagamos el amor, en vez de cuestionarnos que estamos haciendo con nuestras vidas. Porque hacer el amor es infinitamente mejor que reflexionar sobre la vida que llevamos, y eso es así básicamente porque hacer el amor es vivir, y reflexionar sobre esto es morir, es darle vueltas a un pasado inamovible y a un futuro indescifrable. Así que al llegar a casa vamos a fundirnos, el presente, tú y yo. Vamos a echar el ancla, ralentizando el tiempo y buscando el éxtasis eterno que nos otorgue un poco de sentido, que nos transporte juntos bien lejos del resto del universo. Recorreremos cada pulgada de nuestra piel, besaremos nuestras bocas y lucharemos despiadadamente en un combate interminable por ver quien es mejor amante. Y así, desnudos, sin disfraces ni tapujos le gritaremos al mundo que nunca podrá vencernos, que hemos descubierto el significado del presente y que vamos a disfrutarlo como lo único tangible que existe.

Podrán contar nuestro tiempo y nuestro dinero, intentarán calcular nuestras vidas y productividades, pero nunca nadie podrá conocer aquello que nos entregamos los días que logramos evadirnos de ellos, los días que vivimos el presente, saboreándolo, deteniéndolo e inmortalizándolo en cada uno de nuestros arrebatos amorosos. Porque el amor del momento presente es lo único que nos alimenta, es lo único que nos devuelve a nuestra esencia, tan lejos de números y plazos.

El esternocleidomastoideo.

“El músculo esternocleidomastoideo se inserta, por abajo, en la cara anterior del mango del esternón y cuarto interno de la clavícula;(…)”

Cerró el enrome libro de anatomía y se recostó en la silla, mirando la desnuda pared que tenía al frente, intentando dejar la mente en blanco, aunque fuera por un rato. Estudiar medicina había sido una imposición de la vida. Desde tres generaciones atrás toda su familia ha vivido por y para la ciencia médica, abuelos, tíos, padres; parecía que sólo podían estudiar medicina y casarse con otros médicos. Ese enigmático amor de su estirpe por todo lo relacionado con enfermedades y curaciones siempre fascinaba a quienes lo conocían, que también solían ser médicos. Determinación genética o simple casualidad, pero ella había crecido entre batas blancas y estetoscopios, y ahora se veía prolongando esas fantasmales compañías y luchando por ser otra de ellas. A la gente no le suelen gustar los hospitales que fueron su jardín de infancia.

Mientras seguía mirando la pared intentando no pensar en nada le vino a la mente otro recuerdo suyo de hospitales, que solían ser tan distintos de los de los demás. Recordó el día que perdió su castidad. Todo lo relevante en su vida había ocurrido en aquella atmósfera blanca alicatada hasta el techo. Lo de aquel día transcurrió entre sombras, en un día frío y gris, de esos que sólo se disfrutan frente a un fuego. Ella tenía un suspenso en biología que presentar a sus padres. Tenía ya 16 años y nunca había suspendido nada, y precisamente había suspendido biología. Sin saberlo llevaba en la mano su primer acto de rebeldía. Sus padres estaban de guardia aquel día, con lo que la relegaron a un segundo plano, un segundo plano que gracias al suspenso le resultó de lo más acogedor. Guardó el boletín de calificaciones en la taquilla de su madre y salió a pasear un poco. A cualquiera la idea de pasear por un hospital le horroriza, pero para ella suponía algo cotidiano, incluso relajante.

Nada más atravesar la puerta tuvo que ponerse contra la pared, traían un accidentado, pero este era diferente,, estaba vestido con ropa impermeable, llevaba grandes guantes, casco, nieve en los pliegues de su ropa, incluso llevaba aun unos crampones amarrados en sus botas. Era la primera vez que veía a alguien herido en una aventura, alguien a punto de perder la vida por haber perseguido una ilusión de libertad. Siguió de lejos a la comitiva por ver el desenlace. Ya había visto morir a bastante gente, por la edad, por sobredosis, por accidentes de tráfico, pero aquel tipo era distinto, había despertado algo en su fantasía y ella, en cuestión de segundos, ya lo había convertido en un príncipe renegado que le llevaría a conocer mundo y a vivir aventuras con él conquistando cumbres, llegando adónde nadie más podría llegar nunca. Al fin y al cabo entonces tenía 16 años, y su mente funcionaba acorde a su edad.
Al tipo lo estabilizaron y le subieron a planta , mientras ella esperaba sentada, soñadora, al lado de los familiares que no entendían que estaba haciendo allí esa niña. Así puesta apareció un celador en su busca, sus padres la reclamaban.
Cuando entró en la sala de médicos vió la seriedad en los rostros de sus padres, y se encontró de nuevo con la realidad, con los ceños fruncidos y expresiones de disgusto. Le mostraron el boletín y le tuvieron media hora escuchando reproches y consejos, bien mezclados para que todo resultara incomprensible. Tenían que volver al trabajo, así que el final de la lección debía esperar. Esperaría allí mismo, estudiando biología. Se fueron, dejándola sola y enfadada. Abrió el libro de biología casi arrancándole las páginas y delante de ella apareció el dibujo de un pene, había abierto el libro por el aparato reproductor masculino y un rayo de inconsciencia adolescente atravesó su cerebro. Ya no era hora de visitas, así que se fue a ver a su gran amor, a su alpinista herido.

Abrió la puerta y entró a oscuras, sin hacer un solo ruido. Tenía la respiración agitada, iba a romper con todo, pretendía transgredir cualquier normativa paterna, moral y profesional. El herido estaba estable, dormido en la soledad de aquella blancuzca habitación, presidida por una televisión apagada que reflejaba las tenues sombras. Cogió una silla y se sentó al lado de la cama, para observar mejor. El alpinista debía tener tres o cuatro años más que ella, lo que animo aun más sus sueños de rapto y aventura. Tenía una barba incipiente, el pelo largo y encrespado y parecía un joven fuerte y resistente. No sabía como ni por qué, pero se había enamorado de alguien a quien no conocía y al que ni siquiera había oído hablar, pero ya se sabe que los dieciséis años y la racionalidad nunca han estado muy unidos. Acercó su boca a la oreja de él y le susurró unas torpes pero poco inocentes palabras de pasión. Él se revolvió entre el sueño de los narcóticos y algo creció entre las sábanas. Al principio se sorprendió, con un toque de miedo incluso, pero en seguida se dibujo en su rostro una sonrisilla picarona. Así, sin atrancar la puerta, introdujo una mano bajo la ropa de cama, hasta que encontró algo cálido, duro y palpitante. Lo rodeó con sus dedos, estrangulándolo levemente, y sus mejillas se ruborizaron. Se sintió poderosa, ella, la rebelde voluptuosa tenía el mando sobre el hombre que amaba, el hombre que desafiaba a la muerte. Masajeó y masajeó rítmicamente, como quien acaricia un gatito, hasta que el hombre tuvo un espasmo y ella sintió su eyaculación. Aquello palpitó con fuerza y derramó su semen por sus manos, ahora pegajosas y cálidas, receptoras y acogedoras. Siguió masajeándolo hasta que perdió su vigor. Hizo todo sonriendo, sintiéndose la reina del mundo. Ya no le amaba, acababa de vencer a quien instantes antes le había enamorado solo con su presencia, acaba de vencer a quien poco antes admiraba.

Sus padres la encontraron estudiando biología donde le habían dejado. Tenía un brillo especial en su expresión y no supieron nunca porqué, pero nunca volvió a suspender nada, nunca más fue una niña.

Definitivamente, le era imposible no pensar en nada, así que quizá lo mejor sea seguir “(…)por arriba, en la cara interna de la apófisis mastoidea y línea curva occipital superior.”