El plomo en el cielo presagiaba las primeras voces del invierno. Si todos los inviernos resultan duros en esta región, éste, sin duda, va a ser de los peores.
Por culpa de la peste apenas hubo jornaleros para recoger la cosecha. Innumerables fueron las pérdidas. Su marido recorría diariamente la hacienda a caballo, buscando algo que disfrazara la escasez imperante en su despensa. Esta vez él se retrasaba en su vuelta, pues ya era noche cerrada y no había vuelto aún. Fuera de la casa todo estaba negro.
El exterior era negro, negro como aquella peste que se había llevado a todos sus seres queridos, negro como la muerte que a todos nos espera.
Segura del pronto retorno de su marido prendió una vela y se dirigió hacia su alcoba para encender el hogar. La alcoba era una estancia grande, con una enorme cama en medio, dos armarios en las esquinas del fondo y una enorme chimenea frente a los pies del lecho conyugal. Entre la cama y la chimenea estaba la piel de un enorme oso a modo de alfombra que recordaba tiempos mejores, de cacerías y hazañas.
“No cómo ahora” pensó.
Posó la vela sobre la repisa de la chimenea, se sentó sobre la enorme piel y se dispuso a encender el fuego. Por lo menos madera si que tenían de sobra…
Mientras sus manos recorrían la piel de aquel magnífico oso sus ojos danzaban al ritmo de las llamas. Seguía sola. Múltiples ensoñaciones y recuerdos le mantuvieron entretenida hasta que Morfeo le inundó. Pero las primeras voces del invierno campanillearon sobre los ventanales para sacarle de su sopor. Desperezándose aún, contempló el fuego y le añadió combustible. Se desnudó para vestirse con su ropa de cama, pero así desnuda se tumbó sobre la piel del oso para disfrutar del calor sobre su piel. Las llamas se reavivaron y despertaron en su interior otro fuego, antes dormido. Un fuego cálido y acogedor que se apoderó de su voluntad, de sus piernas y sus manos, Un fuego que servía de brújula a todo su instinto de mujer.
Primero fue un dedo, luego dos. Y del panal brotó la miel.
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