Fuentes secas

Por más que lo relamía, lo besaba y mordisqueaba con suma dedicación aquello no reaccionaba. Entre los ya anchos muslos, antaño finos y tersos, presionándole la cabeza y la desesperante sequedad decidió abandonar sus primigenias intenciones. Parecía imposible. Ella se quejó vagamente, puramente por cumplir, consciente de la respuesta que su cuerpo estaba dando.

Él se incorporó, se vistió, se lavó los dientes y salió a la calle. Ya en el ascensor le entraron ganas de llorar, las contuvo, acumulándosele la presión en el pecho. Atravesó el portal a grandes zancadas y solo respiró sin dificultad cuando sus pies pisaron la acera. Miró a derecha e izquierda, dudando por la dirección a seguir, y lo solucionó como de costumbre, encaminándose a su bar habitual, que siempre terminaba siendo su refugio cuando no sabía adónde ir.

En el bar pidió una copa de cognac y depositó su atención en la televisión, que retransmitía un partido de fútbol. Se percató de que desde hacía ya algún tiempo veía casi todos los partidos de su equipo, conocía el desarrollo de la liga jornada a jornada y estaba al tanto de fichajes, cesiones y demás culebrones futbolísticos. Él, que nunca había sido un apasionado de los deportes, conocía todo lo relacionado con el fútbol profesional, acudiendo a su cita con el fútbol por televisión jornada tras jornada sin apenas falta.

En contraposición a esto trató de recordar con que llenaba el tiempo antes, y recordó sus tardes reunido con amigos y, sobre todo, sus fines de semana con su esposa. Salían a pasear sólo por pasear juntos, hablando durante horas sobre cualquier banalidad que en ese momento era capital para la pareja. También acostumbraban ir al campo y pasar la noche al raso, compartiendo su juvenil romance con las estrellas, con la imagen de la Luna recordó una de aquellas noches en las que el simple roce de su esposa le hacía saltar como un resorte, abriendo las fuentes de la pasión, otrora incontrolables. Pero todo eso ya pasó. Inmediatamente comparó lo que sentía con ella y lo que sentía con el último fichaje de su equipo. Tragó el cognac de un trago y observó a los parroquianos, a los que a pesar de haber visto tantas veces, miró con nuevos ojos. Le parecieron feos, muy feos y muy vulgares, arremolinados frente a una gritona pantalla de cristal a la que proferían toda clase de insultos, volcando sus frustraciones en un hombre vestido de árbitro que estaba a cientos de kilómetros. Posó su mirada en el espejo situado detrás de la barra y vió a otro parroquiano habitual, feo y vulgar, pensativo y sin parar de menear, azorado y con un toque de desamparo en la expresión, una copa de cognac ya vacía. Desterrado por su visión salió del bar apresurado, casi espantado.

Su marido ya no le resultaba atractivo. Seguía siendo un hombre algo apuesto, seguramente hubiera quien pensase que hasta había ganado con los años, pero para ella ya no era atractivo. Bien consciente era de que su piel y su figura no eran, ni de lejos, las mismas que hacía veinte años, pero a cambio había desarrollado su estilo y su personalidad, siendo, cada año que pasaba, más consciente de sus fortalezas y debilidades frente al sexo opuesto. Sabía que mientras dispusiera de sus tacones y su escote ella sería atractiva para los hombres. Pero su marido se comportaba respecto a ella como si fuera un mueble más de la casa, y luego esperaba que cuando él quisiera se convirtiera en una fuente. ¡No!, no le salía, necesitaba devolver ese íntimo desprecio al que se sentñia sometida, y era su cuerpo quien se encargaba de ello, porque ella no lo controlaba hasta ese punto, pero sí que era consciente de lo que le ocurría. Cuando esto ocurrió, que su cuerpo tomase el control, se percató de la situación a la que habían llegado. Y se puso a llorar contra la almohada. Ahora él lo buscaría en otra parte, puede que incluso pagase por ello, y lo último que seguían compartiendo se moriría fuera de su casa, fuera de su cama. Lloró en silencio pero abundantemente, lloraba de cansancio, de auto-reproche y de aflicción por el tiempo pasado.

Entonces se abrió la puerta y él entró en la habitación. Ella no se movió, la cara contra la almohada.
-Me niego, ¿entiendes? – dijo él al entrar.

No obtuvo respuesta, pero él sabía que ella esperaba algo a lo que contestar, ella esperaba algún gesto, algo que mereciera la pena para mostrar una sonrisa sincera en su lloroso rostro. Pero en vez de eso escuchó como él comenzaba a hacer una maleta, y se sintió una gran desazón por ello, pero prefirió esperar.

Él terminó la maleta y se sentó en la cama, junto a ella. Le acarició el pelo, lo besó y se puso de pie, caminó hasta la puerta y salió. Ella ya no lloraba, sólo esperaba.

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